CAPITULO II
[1]. La familia de Sor Ángela.- [2]. Primeros años de su vida. – [3]. Su ingreso en el taller.- [4]. Conoce al Padre Torres.
[1. La familia de Sor Ángela]
Escasísimas en verdad, son las noticias que hemos podido adquirir relativas a la infancia de nuestra Madre, y ello es debido en parte, a que el abrumador trabajo que supone el género de vida de las Hermanas de la Cruz, impidió a éstas tomar notas y apuntes durante el tiempo en que vivían las personas que de pequeña la conocieron y trataron. Por esta razón, sólo podemos consignar los recuerdos que oralmente nos han transmitido algunas Hermanas de las más antiguas.
De su padre se sabe que era cardador de lanas. Vino a Sevilla desde Grazalema, de donde era natural, y aquí casó con una joven costurera, concediéndoles el cielo catorce hijos, de los cuales, solamente seis llegaron con vida a la mayor edad; tres de ellos varones: José, Antonio y Francisco; y tres hijas: Joaquina, nuestra biografiada, -a la que aunque su nombre de pila era María de los Angeles, siempre llamaron Angelita- y Dolores.
El padre era hombre bueno, de recta conciencia, bien cimentado en religión y aficionado a leer libros devotos. Ya en la edad madura fue cocinero de los Padres Trinitarios, en el convento de la Santísima Trinidad , ocupado hoy por los Salesianos; y en aquella época, Joaquina y su madre lavaban y cosían la ropa del citado convento.
Siendo aún muy niñas las dos pequeñas, no sabemos en qué año, murió el padre, y pasado el tiempo que las leyes exigían, Angelita, acompañada de su hermana mayor, Joaquina, recogió los restos y los trasladaron desde el cementerio a la iglesia de la Trinidad, depositándolos en una capilla lateral derecha, donde aún se conserva la lápida que pusieron, aunque está ininteligible por haber sido repetidas veces blanqueada. Este favor les fue concedido, en gracia del cariño filial que invocó para conseguir buen resultado en sus gestiones, los años que en aquel convento había prestado el padre sus servicios.
La madre, como ya hemos dicho, era sevillana, con la gracia y las virtudes propias de esta tierra: bondadosísimo corazón, inteligencia recta, imaginación viva, limpia hasta la pulcritud, gran disposición para el trabajo, mucho talento práctico y lo que vale más que todo esto, buenísima cristiana. Era muy devota del misterio de la Asunción de la Santísima Virgen, de la cual tenía una imagen, y otra de nuestra Señora de los Dolores, que aún se conserva en el Instituto. En una habitación de la casa ponían un altar, donde celebraban el mes de Mayo, rezaban el Santo Rosario y satisfacía la familia su devoción.
No obstante sus escasos recursos, procuraba facilitar por todos los medios, que fuesen bautizados cuanto antes los niños pobres del barrio, siendo madrina de muchos. Por el cariño especial que profesaba a Nuestra Señora, la Virgen de los Reyes, ponía este nombre a las niñas, y a los niños, José, lo cual evidencia la especial devoción que también tenía al Santo Pariarca.
[Así recordaban las Hermanas a la madre de Sor Ángela]
Aún la recuerdan muy bien las Hermanas más Antiguas, sobre todo una, que siendo a su tiempo niña interna del Instituto, pasó temporada con ella, debido a que habiendo contraído unas fiebres que no lograba desterrar, el médico ordenó que cambiara de ambiente, y Sor Ángela determinó mandarla con su madre, pensando, que como su casa resultaba entonces casi en las afueras de la población, equivaldría esta medida a una temporada de campo.
Dicen, que era bajita de estatura, gruesa, con el cabello ondulado, las facciones grandes, y un conjunto de rostro muy agraciado. Vestía a la manera que los pobres desahogados de su tiempo, y llevaba sus trajes de percal muy limpios, planchados y almidonados, como entonces se estilaban. Usaba también uno de esos pañolones llamados por aquí «de sandía», que dejando libre el escote le cubría la espalda, hombros y el talle. A propósito de esto cuentan, que en una ocasión, ya fundado el Instituto, pareciéndole a nuestra Madre que la suya tenía muy escotado el pañuelo, fue a ponerle disimuladamente un alfiler cerrándoselo, y que ésta le dijo graciosamente: «Mira, hija, tú sé todo lo buena y santa que quieras; pero no me ahogues, que con esto no ofendo a Dios».
También recuerdan que en el patio había una frondosa parra sembrada por Angelita (con la particularidad de que lo que la niña plantó fue un sarmiento seco que parecía imposible pudiese prosperar), lo limpio y ordenado que estaba todo en la casa, y la blancura de sus paredes.
En aquel ambiente aprendió Sor Ángela esos hábitos de orden y de limpieza pulcra y esmerada que después imprimió en su Compañía; pero sobrena¬turalizando la intención que la impulsaba, escribió estas palabras: «Quiero que en nuestras casas esté todo muy limpio, mas no por halagar mi inclinación natural, sino porque son casas de Dios».
Murió la madre el año mil ochocientos ochenta y dos, a los siete de fundado el Instituto, y el día de la Virgen de los Reyes , de que tan devota fue en vida. Las primeras Hermanas la llamaban «abuelita», diciendo con andaluza gracia, que si la hija era Madre de todas, la madre sería abuela de las mismas. La asistieron y acompañaron en su última enfermedad y muerte, y conservan con mucho cariño su recuerdo. Ella también las quería, e iba con frecuencia a verlas cuando habitaban en la calle Lerena.
Nuestra Madre fue a verla cuando murió, mandada por el P. Álvarez, que era entonces Director del Instituto, y recuerdan con gran edificación que estuvo en la casa cortos momentos, que habló breves palabras con su hermano Antonio, y se fue, dejando a otras Hermanas acompañando el cadáver.
[Los hermanos de Sor Ángela]
Nada que merezca consignarse sabemos de los hermanos: José, según creen, murió en Buenos Aires. Antonio contrajo matrimonio, y tenía una tienda de cuadros en la calle Cerrajería (hoy Pi y Margall). Nuestra Madre fue a verlo en su última enfermedad y a disponerlo para recibir los Santos Sacramentos. Este decía que su hermana Angelita se había empeñado desde chica en ser algo grande y que lo había conseguido. Francisco, el menor de los hermanos, tuvo tres hijos llamados: Antonio, José María y Conchita, únicos sobrinos carnales de nuestra Madre que viven a la fecha en que estamos escribiendo.
De las hermanas, ella tenía predilección por Joaquina, que habiendo casado y enviudado muy joven, vivía tan recogida y devota que parecía una religiosa. Las Hermanas del Instituto recuerdan ese su extraordinario recogimiento, que la hacía sentarse en un rincón desde donde no se veía a nadie que pasara, cuando años más tarde venía por la casa, ya en la calle de los Alcázares. Su hijo Anselmo, que como los demás ya ha muerto, tuvo una hija que es hoy Hermana de la Cruz.
Dolores nació en Viernes Santo, y según contaba nuestra Madre, hasta Resurrección no tomó el pecho. Decia con gracia: «Eso quieren achacármelo a mí, pero yo sé bien que fue mi hermana Dolores». Era la de facciones más finas y correctas; vivió mucho tiempo con su hermano Antonio y fue siempre muy buena, aunque sin ese exterior tan modesto de Joaquina. Cuando iba a su casa los domingos, llevaba sus trajes muy limpios y almidonados, y Angelita la esperaba con ansia para dar un paseo por el barrio; la llevaba a visitar los enfermos pobres y ella la acompañaba por darle gusto; pero confesaba luego a sus hermanos que no le agradaba esta ocupación tanto como a Angelita.
[2. Primeros años de su vida]
Los primeros años de la excepcional niña se desenvolvieron en la casita que en el primer capítulo tuvimos el gusto de describir, y en el cristiano ambiente de sencillez y paz, que a través de los recuerdos familiares que anteceden se puede fácilmente adivinar.
Ella contaba que la bautizaron ante la imagen de la Santísima Virgen de la Salud que se veneraba en su querida parroquia de Santa Lucía, y que no obstante ser titular de ella la Virgen de la Rosa, la imagen de la de la Salud, era preferida de todos los fieles; ésta sacaban en las procesiones y ante ella rezaban el Santo Rosario todas las noches.
Cuando la ola de la revolución suprimió esta parroquia, agregóse a la de San Julián, trasladándose a ella el archivo, imágenes y pila del baptisterio donde Sor Ángela fue bautizada. Al fundar el Instituto, pensó ella en su amada Virgen de la Salud, que tras las oportunas gestiones le fue concedida, como detallaremos en su lugar; circunstancia que llenó de júbilo a nuestra Madre y a todas las Hermanas, las cuales rivalizaron en el amor a la preciosa y evocativa imagen. Fue elegida por patrona del Instituto y es desde entonces extraordinario el culto y devoción que se le tiene.
En el incendio de la parroquia de San Julián, acaecido el 9 de abril del pasado año 1932, a poco de morir la sierva de Dios, quedó carbonizada la imagen de la «Santa Lucía», procedente de la extinguida iglesia de su nombre, que era muy bella y de mérito artístico. La pila bautismal está actualmente, dentro de los incendiados muros que fueron templo de S. Julián.
Convienen todos en la singular predilección que le tenían sus padres, sin que esto excitara la emulación entre sus hermanos que, también la preferían por ese encanto secreto de la virtud, que se impone naturalmente y sin violencia.
[Algunos recuerdos de su infancia]
Contaba su hermano Francisco que cierto día en que el padre llevó a la casa un nido de pajaritos, estaban todos mirándolos, y él, que en aquella ocasión se creía con derecho preferente al nido, por creerlo cosa propia de niños, temiendo que Angelita lo pidiera, en cuyo caso perdía la esperanza de poseerlo, le dijo al oído con gráfica vivacidad: «Angelita: como pidas el nido te ahogo». Manifestando con estas palabras que su encendi¬do deseo no se resignaba aquel día a ceder, y la seguridad de no conseguirlo si a ella se le antojaba. Pero Angelita le cedió gustosa el derecho, riendo con todas sus ganas la ocurrencia del chiquillo.
Decía ella recordar que celebraban sus padres mucho todo lo que hacía, y en relación con esto, que cierto día en que había lavado unas prendas, su madre la colmó de elogios, y en cambio no dijo nada a su hermana Joaquina que había lavado mucho más. Pero aquí hablaba su humildad, pues su madre dijo siempre que las alabanzas que le prodigaba eran merecidas, porque se esforzaba y hacía trabajos superiores a sus fuerzas.
Cosa en que convienen también cuantos de niña la conocieron fue su inclinación a la piedad. Su familia cuidaba de un altar en la tan mencionada iglesia de Santa Lucia y la frecuentaban bastante; la niña aprovechaba todas estas ocasiones para satisfacer su inclinación. Y y su hermana Joaquina contaba, que desde la edad de cuatro años, siempre que se perdía la encontraban de rodillas en la iglesia, ante su querida Virgen de la Salud, hablando con su «Madre», como ella graciosamente decía.
También contaba que aún sin tener uso de razón conocía y hacía la reverencia ante el altar donde estuviese el Santísimo Sacramento, y que cuando la llevaban a Misa, antes que a la Virgen buscaba el Sagrario, donde rezaba con mucha devoción.
Y son palabras de ella, dichas con gracia un día a las Hermanas, que confirman lo que antecede: «Yo todo el tiempo que podía estaba en la iglesia, echándome bendiciones de altar en altar como hacen las chiquillas».
Una ancianita que frecuentaba su casa refirió a una de nuestras Hermanas que siendo pequeñilla, de unos tres años, ya andaba aprendiendo el catecismo, y que un día en que el padre pedía a la madre dinero, (entonces circulaban unas monedas llamadas de a cuarto) al oír la niña hablar de «el cuarto» soltó rápidamente: «El cuarto honrar padre y madre».
Como su padre era tan piadoso, iba a todos los sermones de la parroquia y a los de los Padres Capuchinos y se levantaba siempre al Rosario de la Aurora. Angelita lo acompañaba a todo y decía recordar que en el Rosario no iba más niña que ella y que le ha-cían mucha gracia la devoción y las voces temblorosas con que cantaban los ancianos.
Nada sabemos de sus primeras confesiones, ni qué Padre oiría las primicias de sus confidencias espirituales; tampoco hay recuerdo detallado de su primera Comunión, para la cual se cree la preparó un padre Capuchino; mas, en uno de sus cuadernitos inéditos queda un testimonio, aunque breve, seguro; pues dice, escrito de su puño y letra: «Hice mi primera Comunión de unos ocho años con recogimiento ». Estas palabras afirman la preparación, reverencia y profundo respeto con que recibió el Pan de los Ángeles.
[De conciencia delicada]
Consignaremos otro hecho que retrata muy al vivo la fisonomía espiritual y la formación de la conciencia de nuestra Angelita. Cierto día en que estaba peinándose en su habitación, próxima a la ventana, oyó las voces de un carrero, que con acompañamiento de gritos y blasfemias, golpeaba a las mulas y quería sacar el carro de un bache donde se le había atascado. Al oírlo ella se puso a llorar con gran desconsuelo por la ofensa que hacían a Nuestro Señor, y tal era su aflicción que acercándose su hermana Joaquina le dijo por consolarla: «¿Por qué te apuras? No ha dicho lo que tú crees. El hombre ha dicho: Dios quiera que salga pronto». Y entonces, con impulso rápido y decidido, con un increíble rendimiento de su juicio que entendió oír algo tan distinto, sin recoger siquiera el suelto cabello, sale corriendo a la plaza, se arrodilla delante del carrero y le dice humildemente: «Perdóneme el mal juicio que de usted he hecho». Y quedándose el hombre cortado y estu-pefacto ante la extraña actitud y palabras de la niña, hubo de salir Joaquina, que explicó al carrero lo ocurrido dentro de la casa, motivando el arranque y escena que presenciaron.
La mandadera del Beaterío de la Santísima Trinidad , frontera a la casa de nuestra heroína, se llamaba también Angelita; tuvo mucha intimidad con la familia por vivir en la casa de junto, y en cierta ocasión hasta utilizaron una habitación de la de ellos para taller de bordados que puso una de sus hijas. Contaba que todo el vecindario de la plaza se fijaba en la extraordinaria devoción y dulzura de aquella niña, que en su habitación hacían las dos familias juntas el Mes de María y que ponían el altar con muchas flores y muy devoto.
[De escasa cultura]
De la instrucción que recibiera se sabe que asistió algún tiempo a un colegio, mas no consta con certeza la calle donde estaba situado, ni quién fuese la maestra. Ella contó un día a sus hijas, que siendo muy niña la pusieron sus padres en un colegio, que como todos los de aquel tiempo, esta tan mal retribuido econó¬micamente, que la familia se ayudaba haciendo caramelos para venderlos luego. Las chiquillas los compraban, y un día se le ocurrió a Angelita decirles: «No compréis caramelos, que antes de venderlos los chupan». Pero sintiendo enseguida el remordimiento de aquella falta y alcanzándosele el perjuicio que pudiera ocasionar, trató de repararla enseguida, desdiciéndose y yendo a contarlo y pedirle perdón a la maestra. En esta falta que ella cometió siendo muy niña, revela dos rasgos de su espíritu: la delicada rectitud de conciencia, y la valentía para acusarse sin excusas ni atenuantes.
En unos apuntes de conferencias que dio a sus hijas, las Hermanas que se preparaban para hacer votos perpetuos, en noviembre de 1923, encontramos otra alusión al citado colegio. Dice así:
«Cuando yo era chica iba a un colegio, y la maestra tenía una criada a la que tuvo que despedir. Lo dijo a las niñas, y éstas empezaron a formar corrillos: «Oye, ¿tú qué le vas a decir de la criada? Pues yo le voy a decir esto. —Yo esto, —Y yo esto. Y así, en un momento tenían mil cosas que decir de la pobre criada. No sean Sus Caridades como las chiquillas de aquel colegio; tienen que ser ángeles de paz».
Nada más hemos hallado relativo a aquel centro de enseñanza donde Sor Ángela recibiera su primera educación. Suponemos fundadamente que asistiría muy poco tiempo, porque la necesidad de ayudar en su casa la reclamaba; y además por lo poco que aprendió, teniendo ella naturalmente un espíritu inteligente y despierto. Leía con muy buen sentido, y las meditaciones con una unción y gracia especial; pero la pronunciación era suave y floja, sin subrayar las finales, sin esmerarse en las articulaciones, como en general habla el pueblo de Sevilla. Escribía con incorrecciones ortográficas, sin apenas usar signos de puntuación, y su letra, sin carácter determinado, era endebliía y poco concluida.
De lo que antecede deducimos que apenas aprendió gramática, un poco de aritmética y más de Catecismo. Pero he aquí la obra de Dios. Con esta mínima base de instrucción humana y los esfuerzos personales que después hiciera, habla con tal conocimiento de los misterios divinos, de todas y cada una de las cuestiones que integran nuestra sacrosanta Religión, como si tuviera profundos estudios teológicos. Despacha numerosa correspondencia durante toda su vida. Escribe a sus hijas cartas anuales, que son un modelo de didáctica epistolar por su claridad y sencillez y un prodigio de doctrina sobre la perfección religiosa, en general, y de su Instituto en particular.
Deja avisos, pensamientos, apuntes de pláticas y meditaciones, cuyo contenido pasma y admira. Habría para varios tomos si se hiciera una edición ordenada de sus admirables escritos , y esto sin contar los numerosos millares de cartas escritas a sus hijas, desde las primeras fundaciones hasta su muerte, que abarcan un período de más de cincuenta y cuatro años.
[La caridad, característica infusa en su alma desde la adolescencia]
Mas, hemos hecho una digresión; tiempo habrá de insistir sobre la extraordinaria fecundidad de su ciencia verdaderamente infusa.
Volvamos a nuestra historia. Ya hemos notado la precoz devoción de la niñita que goza en pasar horas en la iglesia, que reza ante el Santísimo y que llama a la Santísima Virgen su madre. Derivación de estas primicias de sus fervores, fue otra virtud característica de su alma y que apunta también desde su más tierna edad: su encendida caridad con los pobres y desvalidos. Para socorrerlos guardaba las monedas que recibía y que naturalmente debiera gastar en dulces y golosinas; repartía su merienda y las cosillas que más le gustaban entre los niños pobres del barrio y se valía de piadosos artificios para hacerlo sin que sus hermanos lo notasen. Por tan suaves caminos iba preparando el Señor a esta alma, para realizar en ella y mediante ella los altos fines de su providencia.
[3. Su ingreso en el taller]
Llegada nuestra Angelita a la edad competente para poder aprender un oficio, como a su condición humilde convenía, trató su madre de buscarle un taller donde se lo enseñasen, mas como buena cristiana, temía por la influencia que el ejemplo de jóvenes frívolas pudiese ejercer sobre su angelical hija; pues aunque no había en las fábricas y talleres de entonces el ambiente de corrupción e inmoralidad que por desgracia hoy reina, era mucho el desvelo maternal, deseoso de que el contacto con el mundo no entibiase la fe y la caridad de su Angelita.
Nuestro Señor acudió en ayuda de las cristianas inquietudes de la madre, deparándole una colocación que llenaba por completo sus deseos. Fue en un taller de zapatería, que existía en la antigua calle del Huevo (hoy Feijóo) donde se calzaban la mayoría de los canónigos y sacerdotes de Sevilla. Los dueños eran muy buenos cristianos y la maestra, sobre todo, llamada Antonia Maldonado , tenía claro talento y un gran espíritu religioso, prodigando a sus obreras cuidados verdaderamente maternales. No consentía que en su taller se murmurase lo más mínimo, ni toleraba que se diesen bromas inconvenientes; y atendiendo al bien de sus operarios más que a sus intereses comerciales, sacrificaba estos, siempre que la caridad lo demandaba. Por todo lo cual, la joven Angelita encontró allí una como prolongación del hogar doméstico, y en lugar de peligros para su alma, estímulos e incentivos para la perfección con que soñaba.
[Habla de ella su maestra de taller]
De esta época se conservan algunos hechos y detalles, referidos por la maestra a nuestras Hermanas, que andando el tiempo y ya fundado el Instituto fueron a velarla y asistirla, años después. Contóles que todos los viernes daba Angelita su comida a los pobres y al llegar la hora de comer pedía de limosna a las compañeras y a la maestra, poniéndose de rodillas, unos mendruguitos por amor de Dios. Dábanle ellas más de lo pedido y la maestra la reprendía cariñosamente: «Angelita; yo te doy todo lo que quieras; pero, ¿por qué haces esto?» A pesar de lo cual se repetía cada viernes la escena.
También notó que los mismos días usaba un cilicio en forma de corona que disimulaba cuidadosamente bajo el cabello; pero una vez, al darse un golpe inadvertidamente se hizo sangre, cayéndole unas gotas que no pudo ocultar a las compañeras de trabajo.
Otro día en que estaba lloviendo y la joven dudaba en irse, por no disgustar a su madre que siempre se preocupaba de su poca salud, se decidió a salir, y como al llegar a su casa la madre le riñera por el temor de que le hiciese daño la mojada, le dice con mucha naturalidad: «¿Pero está lloviendo?» Y todos comprobaron con admiración que iba completamente seca. No le había caído encima ni una gota de agua, sin que la lluvia hubiera cesado en todo el trayecto. Cuando la maestra lo supo, se confirmó en la opinión que de nuestra joven tenía.
Del mismo tiempo y referido por su madre a las primeras Hermanas, tenemos este detalle de su mortificación. Esmerándose en prepararle la comida, a causa de lo endeblita que era, cuando ella notaba que algo le gustaba mucho, por ser más delicado y sabroso, le echaba una poquita de ceniza para quitarle el sabor. Y descubriéndola un día su madre le dijo: «Angelita: tú haces toda la penitencia que quieras; pero no me estropees con porquerías la comida».
Su hermana Joaquina contó que ayunaba todos los sábados; que usaba varios cilicios, uno de ellos grande a manera de escapulario, y también dijo que ponía una tabla sobre la cama y una piedra blanca por almohada, ocultándola cuidadosamente entre las ropas; y aunque se la escondían, la buscaba y usaba otra vez. Mucho tiempo dicen que estuvo la piedra en la casa, pero cuando las Hermanas quisieron recogerla, para conservarla como precioso recuerdo, había ya desaparecido.
A esta época deben también referirse las palabras siguientes, que dijo un día a las Hermanas:
«Una de las primeras veces que fui a una función de la Orden Tercera en la calle de Cervantes, predicaron un sermón sobre nuestro seráfico Padre San Francisco, y al oír que el santo parecía no posar los pies en el suelo, sentí gran deseo de vivir desprendida de todo y pisar la tierra sin pisarla».
Y según contó a una amiga suya, había sentido un desprendimiento tan grande de las cosas de la tierra, que pensando si tendría alguna cosa de la cual deshacerse, le dio a su hermana Dolores un pañolito de talle que a ella le gustaba mucho.
[Hermana Pilar, su compañera de taller]
Se conservan también algunos datos referidos por nuestra Hermana Pilar , que trabajó y fue aprendiza de Angelita en el mismo taller de aparar y luego ingresó en la Compañía que fundara. Decía que todas las operarías se disputaban el honor de estar junto a Angelita y que se ponían a su lado por semanas, porque a todas encantaba su extraordinaria dulzura y paciencia. Que le dejaban lo más trabajoso y difícil, en la seguridad de que se esmeraba; y aunque emplease más tiempo que las demás, lo hacía con mayor perfección.
Un día que la Hermana Pilar estaba impaciente, porque teniendo un genio muy vivo y gustándole hacerlo todo con rapidez, el trabajo que le dieron era pesado y no le salía, Angelita se puso a guiarla y le dijo:
«Mira, Gloria; (este era su nombre de pila) no seas tan viva, ten paciencia y sé muy buena, que el Señor quiere algo grande de ti; siempre que tengas un apuro ven y yo te guiaré lo que sea.»
También contaba, que Angelita llevaba una mantilla nueva y que la suya estaba deteriorada y descolorida. Conociendo el carácter condescendiente de aquélla, le dijo un día: «¿Quieres que me ponga hoy tu mantilla y tú te pones la mía?» A lo que accedió gustosa, ofreciéndosela para cada vez que la quisiera y teniéndola cambiada una semana, hasta que la descambiaron por no conformarse la familia a trueque tan desigual.
Pero el hecho más notable presenciado por la Hermana Pilar fue el siguiente: Contaba que los dueños del taller tenían la cristiana costumbre de rezar por las tardes el Santo Rosario en unión de todos los operarios de la casa, para lo cual subían a una habitación, a modo de oratorio que tenía en el piso superior. Una de aquellas tardes durante el piadoso ejercicio llamó a todos la atención una especie de grito o exclamación admirativa que hizo Angelita, y fijándose en ella observaron que estaba como arrobada y elevada del suelo. La maestra, inteligente y discreta, dispuso que todos bajasen en silencio, y a eso de una hora bajó ella, que tomó su trabajo con toda naturalidad y con su acostumbrado recogimiento, diciendo sencillamente como explicación: «¡Me dejaron Vdes. dormida»! Pero naturalmente, a todos llenó de sorpresa y admiración hecho tan extraordinario.
[Angelita enseña el oficio de aparadora]
Próximamente por este tiempo la llamaron las religiosas del convento de Santa Isabel , a ver si quería enseñar el trabajo de aparar a las jóvenes allí acogidas; pues necesitando la Superiora recursos para sostenerlas, pensó en que aprendieran este oficio, que por no haber entonces máquinas para hacerlos y estilándose botas de satén que usaban todas las señoras, pagaban muy bien a las que lo hacían con primor a mano. La Madre Luisa, de aquel convento, contó a nuestras Hermanas que Angelita hizo cuanto estuvo de su parte para enseñarlas bien sin interés alguno, dejando a todas edificadas de su amable trato y de la bondad de su persona, tan chiquita de cuerpo y tan grande de espíritu.
Terminaremos estos recuerdos de sus primeros años de taller con el siguiente detalle contado por ella misma.
Dijo que las oficialas eran todas muy espirituales, y tan mortificadas que algunas no alzaban la vista para ver a nadie ni nada que entrara en la tienda. En los primeros días de ingresar llevaron una casulla bordada, y ella enseguida la miró, como la cosa más natural del mundo, pero observó con sorpresa que las otras no alzaron la vista siquiera. Y terminaba afirmando, que como al principio desdecía ella tanto de las demás, hasta la miraron con cierto despego. Mas esta afirmación de su humildad contrasta notablemente con los hechos relatados y con la estimación que la maestra hizo de su joven operaria, vislumbrando en ella, desde el primer momento, algo superior y extraordinario, que hacía mirarla con entusiasmo mezclado de respeto.
[4. Conoce al Padre Torres]
Confesaba la maestra con el famoso Padre Torres, sacerdote ejemplar, que a la sazón revelaba sus raras dotes de sabiduría y virtud, como discretísimo director de almas. Deseó que conociese a la joven Ángela, instándole a que acudiese a su confesonario; mas como ella vacilase porque, a pesar del atractivo y los inmensos deseos que sentía de ponerse bajo su dirección, temía fundadamente que las muchas ocupaciones del siervo de Dios le impidiesen tomarla a su cuidado, se ofreció la misma maestra a presentársela, con lo cual entra en la escena de nuestra historia el Padre Torres: personaje y asunto que piden capítulo especial y aparte.