CAPITULO IV
[1.] Extraordinaria influencia que ejerce en el alma de la joven Ángela, la dirección del Padre Torres.- [2.] Rasgos de su caridad.- [3.] Divina vocación.- [4.] Noviciado en las Hermanas de la Caridad .- [5.] Su vuelta al mundo.- [6.] El Padre Torres en Roma.
[1. Extraordinaria influencia que ejerce en el alma de la joven Ángela, la dirección del Padre Torres]
La maestra del taller donde trabajaba la joven Angelita, conociendo bien el magnánimo corazón del Padre Torres; sabiendo que en su estimación los pobres y humildes eran preferidos a los ricos y soberbios, y que no perdonaba trabajos ni sacrificios cuando de por medio estaba la gloria de Dios y el bien del prójimo, se ofreció como ya hemos dicho, a presentarla al Padre; lo que se llevó a efecto con gran consuelo del alma de nuestra piadosa joven.
Por su parte, el P. Torres conoció al punto el valor de aquella alma que el Señor ponía en su camino y se aplicó a dirigirla con el entusiasmo propio de su ardiente celo sacerdotal.
Como recuerdo de este tiempo contó ella a sus hijas, que la primera vez que se confesó con el Padre, le preguntó éste:
«¿A qué enemigo del alma tienes que temerle más?, y que ella contestó muy rápida: “Al demonio”. Mas el Padre le dijo: No;... al mundo...: ese es el más formidable enemigo. “Al mundo” le repitió con voz muy fuerte».
Y la Hermana Pilar, ya nombrada como aprendiza de Angelita en el mismo taller, decía, refiriéndose también a estos tiempos, que su oficiala pedía siempre los ojales y trabajos más entretenidos, y que por lo mismo rehusaban las demás. Ella se impacientaba diciéndole: «No pida usted ojales, que ganamos muy poco dinero y a mi madre le hace mucha falta». «-Y tú ¿qué quieres ser?», le decía Angelita con dulzura. -«Yo no quiero nada, sino ganarle a mi madre mucho dinero». Angelita, al verla tan deseosa de ganar, se propuso conquistarla para que agenciara ganancias celestiales, consiguiendo del despejado entendimiento de aquélla una victoria completa.
La invitó a que la acompañase un día que ella iba a confesar con el Padre Torres, y excusándose con que no tenía velo, le prestó ella uno; la presentó al Padre y éste quedó agradablemente impresionado de la vivacidad y disposición de la muchacha, aumentando su favorable impresión al confesarla y apreciar mejor la sencillez y bondad de su alma. Desde este día, no quería separarse nunca de Angelita: la acompañaba a todas partes y sintió mucho su ingreso en las Hermanas de la Caridad. Este hecho pone de relieve su celo por la salvación y santificación de las almas.
[2. Rasgos de su caridad]
El Padre Torres dirigía a nuestra Angelita con exquisita prudencia, moderando los excesos de su fervor y su sed de mortificación y penitencia; pero en lo relativo a las obras de caridad y celo, le dejaba libertad de acción y la impulsaba a su ejercicio, proporcionándole él mismo abundantes limosnas, para que pudiera extender su influencia a mayor número de enfermos y desvalidos.
Visitábalos, y con el ejemplo de sus virtudes y el atractivo de una caridad dulce y paciente, ejercía tal ascendiente sobre sus pobres favorecidos, que les ganaba el corazón, y ya en este terreno desplegaba las armas de su principal objeto, que era atender a las necesidades espirituales por medio de la ayuda material; llegar a las almas, mediante el socorro de los cuerpos. Hablábales del amor paternal de Dios, de cómo desea la salvación de todas sus criaturas, de su predilección por los pobres. Y aquellas almas, hundidas en los abismos de la impiedad o del vicio, que quizá no habían gozado nunca de los inefables consuelos que proporciona nuestra santa fe, se rendían a cuanto deseaba la joven Ángela, siendo muy numerosas las que debieron la salvación a su abnegado y ardiente celo.
[«Llevó las delicadezas de su caridad al extremo»]
Impulsada por sus nobles sentimientos, fomentados por el P. Torres y ayudada de su maestra, que le dejaba todo el tiempo necesario para sus caritativas empresas, llevó las delicadezas de su caridad al extremo de realizar en favor de los pobres actos verdaderamente heroicos. Entre ellos, el más notable de que se conserva recuerdo, quizás sea el realizado en favor de una pobre enferma, que a causa de no haberle extraído a tiempo la leche corrompida, sufría vivísimos dolores, producidos por una grande y repugnante llaga que se le formó en el pecho. No teniendo alivio con los diversos remedios aplicados por los médicos, juzgaron éstos indispensable hacerle una dolorosa operación, a cuya noticia fue tal la desolación y angustia de la pobre mujer que no hallaba consuelo.
Mucho se esforzó nuestra joven por animar su espíritu con prudentes y caritativas reflexiones; pero viendo que todo era inútil, compadecida de aquel sufrimiento moral, más que de la enfermedad misma, tuvo uno de esos arranques que solo la caridad puede inspirar y que admiramos en la vida de algunos santos: Acercóse a la enferma con pretexto de lavarle y curarle la repugnante llaga, y terminada esta operación, aplicó a ella intrépidamente sus labios, y haciendo succión extrajo gran parte de la pestilente y corrompida materia que contenía .
Estupefacta la pobre mujer, aunque notando un sorprendente alivio, se opuso vivamente a que la joven repitiese su heroísmo, temiendo perjudicar a su piadosa bienhechora, mas triunfando la porfiada y generosa abnegación de ésta, dejóla terminar su obra. Nuestro Señor bendijo el santo arranque y generoso procedimiento curativo, de tal modo que la enferma recobró la salud en brevísimo plazo y los médicos no supieron qué admirar más; si la rápida curación de la paciente, o la sublime caridad de la muchachita.
La mujer, no haciendo caso de las vivas instancias que Ángela le hizo para que el suceso quedase oculto, publicólo sin reserva, lo que dio margen a la general admiración y fue ocasión además de acaloradas discusiones: Unos aplaudían la heroica acción sin reserva; otros la tachaban de imprudente temeridad, que podía haber costado la vida a la fervorosa joven, juzgando más razonable que la enferma se hubiera sometido a la operación indicada por los médicos. Claro está que mirada la cuestión humanamente tenían razón los que así pensaban. Y que los temores de contagio no eran infundados lo demostró la experiencia, pues a nuestra Ángela se le llenó la boca de pequeñas llagas, constituyendo una enfermedad bastante penosa, que a veces le impedía tomar alimento, y que le duró la mayor parte de su vida . Pero, ¿y los fines sobrenaturales que ella perseguía? Sufrir por su Dios, darle gloria, ganarle almas.
Los conocidos de la joven, al tener noticia de lo ocurrido, acudieron en recurso de queja al P. Torres, para que con su autoridad reprimiese estos excesos; pero el santo sacerdote, sin dar importancia al hecho, se limitó a decir sencillamente: «Ya le he dicho que hizo mal; debió tomar precauciones para que no le perjudicase su caritativo celo. Ya lo tendrá en cuenta si se le presenta otro caso análogo». Digna respuesta del que, próximamente a la misma edad (unos diez y ocho años) acabó de estropear su delicado estómago por vencer la repugnancia que le costaba tomar los alimentos preparados por la tan aficionada al rapé cuanto desaseada vieja que le servía, en aquellos sus tiempos heroicos de estudiante, en la Universidad de La Laguna. También él obró entonces sobrenaturalmente y sin prudencia humana; sufrió por Dios y se mortificó en silencio.
[3. Divina vocación]
Ocupaba nuestra virtuosa joven el día entre la oración, el trabajo en el taller y sus ejercicios de caridad, en los cuales sentía su alma inundada de celestiales alegrías.
Pronto comenzó ella a notar un particular disgusto por todo lo terreno y un algo dulce y misterioso en su alma que ella no sabía definir, pero que a veces creía ser señales de llamamiento divino al estado religioso. Dio cuenta al Padre Torres de sus sentires y sus anhelos; díjole que deseaba consagrarse a Nuestro Señor, si lo que sentía era verdaderamente vocación religiosa y que le parecía más apropósito para ella solicitar ingreso como lega, porque esperaba encontrar en esta forma mayores medios de santificación; mas era también porque en su humildad se creía inhábil para otra cosa.
El P. Torres, sin aprobar del todo su proyecto, dióle no obstante una recomendación para las Car¬melitas Teresas, que a la sazón necesitaban una lega. Era entonces el mes de Septiembre de 1865, según se deduce de una carta de Sor Ángela a unas amigas, que residían en Marchena . Es el documento autógrafo más antiguo que se conserva en el archivo de la Casa Matriz, por lo cual vamos a copiarlo casi íntegro. Dice así:
«Sevilla, 24 de Septiembre de 1865.
Apreciables amigas: Me alegraré se hallen buenas y también toda su familia. Nosotras, gracias a Dios estamos buenas, pero con algún disgusto por estar amenazada esta ciudad del cólera, ya no hay tanto; Dios nuestro Señor nos ha mirado con misericordia.
Le suplico a ustedes pidan a Dios me conceda, si me conviene, que entre en el convento; estoy en vísperas de entrar, pero como soy endeble y para legas se necesitan fuertes, no sé si me lo conseguirá Dios. Sea lo que Dios quiera; de allí les escribiré si tengo lugar.
Recibid los afectos de estas sus amigas que las aprecian y desean servirlas; y reciban los míos, que les deseo su eterno bien.- Ángela Guerrero».
Una de las amigas a quienes se dirige en esta carta, se llamaba Dolores Clamajírand, la cual prosiguió hasta su muerte la buena amistad que a nuestra Madre la unía. Estimábanse mucho ambas familias y la de Marchena pasó casi un año en Sevilla, habitando en la misma casa de Angelita, durante el cual tuvieron ocasión de apreciar las excepcionales virtudes que la adornaban.
Una sobrina carnal de la citada amiga, nos ha contado haberle oído referir innumerables veces a su tía, que Angelita asistía por entonces al taller y que los domingos tenía permiso para hacer escapularios, los cuales confeccionaba con mucho primor, y con el producto de este trabajo, hacía limosnas a los pobres enfermos que visitaba. También dice que iban juntas los domingos por la tarde a oír las conferencias espirituales que daba el P. Tejero y que fueron a ver las cofradías de aquella Semana Santa, disfrutando grandemente por el camino, escuchando a Angelita, que con un fervor y gracia particular le hablaba de Nuestro Señor.
Vueltos a Marchena se escribían alguna que otra vez, conservándose una carta fechada en noviembre del año 72, en la que les habla de la aflicción que habían pasado por enfermedad de un hermano, llamado Luis, al cual nombra. Se advierten ya los primeros aleteos de su espíritu gigante en estas palabras:
«…Pero, querida amiga, Dios permite estas cosas para nuestro bien, y dichosas de nosotras si sabemos aprovecharnos, como así lo habrán Vdes. hecho; pero muy en particular V. que no deseando otra cosa que agradar a Dios, se habrá aprovechado bastante en esta ocasión, para ofrecerle flores de verdadera virtud, todas con el perfume de la voluntad de Dios. ¡Oh dichosas ocasiones en que tanto se puede adelantar en la perfección! […].
Y refriéndose al enfermo dice:
«Cuando supe que estaba malo, no pensé otra cosa otra cosa, sino que Dios lo permitía así para hacerlo un santo; con que, que lo haga así.
Y no molestándola más, dará los afectos de mi madre y míos a la suya y a Luis, y V. reciba el cariño que le profesa su hermana en Jesucristo, María de los Ángeles Guerrero ».
Es esta una de las raras veces en que se firma «María de los Ángeles ». Más tarde volvió esta familia a Sevilla, donde se instaló definitivamente. Las Hermanas asistieron a «Dolorcita», como Madre la llamaba, en su última enfermedad, y ésta les entregó antes de morir las dos cartas de que hemos hecho referencia.
[Intenta entrar en el Carmelo]
Volvamos a su proyectado ingreso en las Carmelitas. Acompañada de su hermana Joaquina, a la cual había revelado su secreto, se dirigió al convento con grandes deseos de consagrarse a Dios en una Orden tan observante; pero vio defraudadas sus esperanzas, pues las religiosas, aunque reconociendo y estimando el mérito de la joven postulante, (tenía entonces diez y nueve años) creyeron imprudente recibirla como lega, a causa de su fina y delicada complexión; pensando que no tendría fuerzas para soportar los rudos trabajos físicos que ordinariamente han de ejercitar estas religiosas.
Completamente desconcertada la fervorosa joven y llena de amargo desconsuelo, volvió al P. Torres, que sin duda esperaba este resultado, pues no le sorprendió lo más mínimo y la consoló haciéndole creer que la divina misericordia le proporcionaría medios de santificación más meritorios.
[Transcurren los años 1865 - 1868]
Una terrible epidemia de cólera que azotó a Sevilla en el año 1865, hizo ostensibles al P. Torres la falta de instrucción religiosa y el lamentable estado en que yacían los pobres en los corrales de vecindad, y esto le sugirió las primeras ideas sobre la gran obra de su vida; aunque de momento, quedó su corazón lleno de pena por no tener aún medios de remediar tantos males.
El 7 de enero de 1866 pronunció el hermoso discurso de apertura del Seminario, (retrasada aquel año a causa de la epidemia del cólera) que fue muy aplaudido y continuó explicando las asignaturas de que estaba encargado, con infatigable celo. El ilustre Sr. D. Modesto Abín, Canónigo de la Santa Iglesia Catedral, en unos apuntes biográficos dedicados a enaltecer su memoria, (de los cuales hemos tomado muchos de los datos que ilustran este capítulo), dice así, recordando al P. Torres como Catedrático:
«Aún nos parece verle, sentado en su cátedra del Seminario; el cuerpo enjuto, consumido por los rigores de la mortificación, las incesantes tareas de su ministerio y el padecimiento crónico que le aquejaba; el rostro serio, reflexivo, pero atrayente, por la dulzura de su mirada franca, sincera, vivamente expresiva de la penetración de su ingenio y de la nobleza de sentimientos de aquel corazón que no latía sino a impulsos del amor de Dios y del prójimo.
Sus alumnos le amaban entrañablemente; desde que oían sus primeras explicaciones eran arrastrados por la afabilidad de su trato, por la forma clara y persuasiva de su enseñanza y por algo que vale mucho más: (aquí hace una reseña y elogio de sus heroicas virtudes) por todo eso, además de amarle como maestro le venerábamos como a santo».
En 1868 pasó a vivir a la calle de la Bolsa, feligresía de San Pedro, en compañía de su íntimo amigo el ejemplar sacerdote D. José Antonio Ortiz Urruela , donde en vez de descansar de sus tareas, se entregaban ambos a la penitencia más austera, habiendo ocasiones en que les faltó hasta lo más preciso, porque los pobres habían agotado sus recursos.
El P. Torres, que hasta aquí dijo Misa y tenía su confesionario en Santa Paula, se trasladó ahora a la iglesia del convento de Santa Inés , más próxima a su nuevo domicilio. En estos turbulentos días de la revolución del 68 , cuentan que los revolucionarios obligaban a poner una piedra en las barricadas a todos los transeúntes, y nuestro P. Torres, que nunca dejó de usar sus hábitos sacerdotales ni de ejercer por temor sus ministerios, alguna vez hubo de ponerla al pasar por la calle D.a María Coronel en dirección a Santa Inés.
La joven Angelita, también tenía que recorrer las calles para ir a su taller de la calle Huevo, y al verla venir los revolucionarios, notaban en ella un algo tan especial, que se decían unos a otros: «Dejad pasar a esa joven», y le cedían el paso respetuosamente, sin obligarla a poner piedras en la barricada.
A esta época también, debe referirse un hecho contado por la maestra del taller, que revela la extraordinaria humildad del P. Torres y su celo en la dirección del alma de Angelita. Cierta mañana había estado ella en la Catedral y en Santa Paula buscando a su Director para comunicarle algo de interés; mas viendo que llegaba la hora del trabajo, se fue resignada, aunque con alguna contrariedad por el natural convencimiento de que ya no podría verlo. A eso de las once, no sabemos si por sobrenatural impulso, o porque alguien le hubiese advertido que la joven lo buscaba, se presentó en el taller el Padre, que le dijo sencillamente: «Angelita ¿tenías algo que decirme?, ¿para qué me buscabas?», quedando ella admirada y más confirmada en el concepto de santidad que de él tenía.
[4. Noviciado en las Hijas de la Caridad]
Urgiéndole nuestra joven sus deseos de consagrarse a Dios, parecióle al P. Torres que la ardiente y fervorosa caridad de Angelita eran pruebas inequívocas de que Dios la llamaba a su servicio en un Instituto de vida activa, y pensando que en las Hijas de la Caridad hallaría campo adecuado para realizar sus deseos, le aconsejó fuese a ver a la Superiora del Hospital Central, muy conocida y estimada por el Padre.
Obedeció ella, aunque con un ligero temor de ser nuevamente rechazada; mas la Superiora la recibió con suma benevolencia y después de conferenciar largamente, no sólo aprobó su proyecto, sino que la admitió y animó a ingresar cuanto antes.
Comunicó gozosísima al P. Torres el resultado de la entrevista, y pareciéndole a éste que no debía aplazar la ejecución de sus designios, él mismo quiso ayudarle, comunicándolo a la madre de Angelita, e influyendo para que otorgase su permiso. Costóle mucho sacrificio, pues no obstante su mucha piedad, amaba a esta hija con predilección, y el pensamiento de separarse de ella, la llenaba de amargo desconsuelo; mas al fin como buena y cristiana madre, rindióse a las súplicas de su hija y a los santos y prudentes consejos del Padre Torres, no queriendo oponerse a la voluntad de Dios.
[Aparecen los primeros síntomas de su enfermedad]
Allanada esta pequeña dificultad de la natural resistencia materna, ingresó como postulante en el Hospital, con objeto de empezar la primera prueba. Era el año 69 y tenía Angelita veinte y tres años.
Terminado el postulantado con edificación general pasó al noviciado, donde fue recibida con singular estimación, por los brillantes informes que de ella tenían, y por su ejemplar conducta, sin duda alguna, le concedieron el santo Hábito; pues padecía una tenaz enfermedad que le producía frecuentes vómitos y que empezaba a preocupar a sus Superiores.
En el Noviciado llama la atención su fervor extraordinario, siendo ejemplar de virtudes para sus compañeras y el consuelo de la Superiora que cifraba en ella risueñas esperanzas; pero yendo en aumento la penosa enfermedad y notando que se desmejoraba notablemente, resolvieron trasladarla a Cuenca , para ver si mejoraba con el cambio de clima.
Interesóse vivamente la Superiora de aquella casa por la fervorosa novicia, no perdonando medio para devolverle la salud; pero la enfermedad no cedía. Entonces la trasladaron a Valencia, donde como en Cuenca se captó el afecto de la comunidad por su amable y extraordinaria virtud, haciendo todas esfuerzos para conseguir su curación; mas se estrellaron todos los recursos de la caridad y de la ciencia.
En carta escrita por Sor Ángela en julio del año 1884, a sus hijas, las Hermanas Ángeles y Adelaida de Jesús, que estaban postulando en Valencia, encontramos este párrafo alusivo al tiempo que allí pasó siendo novicia de las Hermanas de la Caridad:
«Si van al Asilo del Marqués de Campo y está todavía Sor Pilar de Superiora, le dan mis recuerdos. Quizás ya no se acuerde de mí... Esa Superiora me cuidó mucho y yo le di que hacer bastante ».
Las Hermanas contaron al volver del viaje que la Superiora la recordaba mucho, que les hizo grandes elogios de sus virtudes, particularmente de su humildad y delicada observancia; y que les manifestó lo que ellas la habían sentido y cuánto se habían alegrado después, de que Nuestro Señor la hubiese escogido para una obra tan grande como la fundación de la Compañía.
Deseosos los Superiores de conservar en su Congregación una criatura de tan superior mérito, hicieron la última prueba, el esfuerzo final, y la enviaron a la Casa Cuna de Sevilla, a ver si recobraba la salud con el clima y ambiente del país natal. La Superiora de esta Casa, que la conocía y estimaba mucho, hizo esfuerzos increíbles, secundando el plan de los médicos, para poder retenerla, pero todo fue inútil; la enfermedad avanzaba implacable, siendo ya tan repetidos los vómitos que le impedían retener ningún alimento. Era especial el afecto que todas le profesaban. Una de las compañeras se llevaba una pequeña palangana al refectorio, a ver si después que devolviese un poco, podía seguir tomando alimento; más, ¿qué pueden los recursos humanos frente a los planes de Dios?
Comprendiendo los Superiores que no era voluntad divina su permanencia en la Congregación se lo notificaron a la interesada, que recibió la noticia con el corazón oprimido de intensa pena mas con la resignación y el interior consuelo de ser esta la divina voluntad. El día de la salida hubieron de separar para que no la viesen, a las novicias y demás Hermanas, por el extremado sentimiento que mostraban al perder aquella compañera que tanto las había edificado.
No hemos podido adquirir más noticias relativas a su permanencia con las Hijas de la Caridad; pero el hecho de interesarse los Superiores por una novicia, de tal manera que apelasen a recursos tan extraordinarios como suponen los cambios de localidades que le proporcionaron, demuestra que por entonces era nuestra Ángela un modelo de perfectas y cristianas virtudes.
[Algunos recuerdos del Noviciado en las Hijas de la Caridad]
Muchos años después de fundado el Instituto, recuerdan las Hermanas haberle oído contar el siguiente detalle, relativo al tiempo de aquel su noviciado. Cierto día la mandaron asistir con los párvulos a un acto piadoso, con exposición de su Divina Majestad. Los chiquillos, cansados del largo ejercicio y abusando de la paciencia y poca resolución de la joven novicia, se sentaron en el suelo, se quitaron los zapatos y calcetines, e hicieron mil travesuras. Al darse ella cuenta del espectáculo abochornóse del indisciplinado aspecto de los chicos, pero doliéndole más que todo la irreverencia que hacían a la real presencia de Jesús Sacramentado, irguióse indignada y resuelta y al llegar con ellos al refectorio les dice dando un golpe en la mesa: «Esta noche se acuestan todos sin cenar» Sorprendidos de su desacostumbrada actitud, desde aquel momento la obe¬decieron y respetaron. Hecho demostrativo del devoto recogimiento y profundo respeto que le merecía la Casa del Señor.
También contó en otra ocasión en que recomendaba a sus hijas la paciencia y el no inutilizar a las Hermanas, volviendo atrás todo lo que hacían, que en su noviciado tuvo ella que ofrecer a Nuestro Señor la continua censura de una Hermana, que si ella quería hacer las cosas con esmero, le decía que echaba mucho tiempo, que no tenía disposición; y si por darle gusto aligeraba, ponía de relieve que no estaba bien hecho.
La breve permanencia de Sor Ángela entre las Hijas de la Caridad no fue inútil para ella, pues se ejercitó en la vida de sacrificio que supone estar en comunidad; se puso en íntimo contacto con el dolor, practicando de lleno aquella caridad sublime y heroica que demostrará luego, toda su vida, al servicio de los enfermos.
Y finalmente, así como cuando soñara con ser Carmelita ponía como principal fundamento de la vida religiosa la oración, aprende ahora el ejercicio de la vida activa junto a las hijas de S. Vicente de Paul; confesando ella misma más tarde a las suyas, las Hermanas de la Cruz, que algunos detalles prácticos de orden, administración y gobierno que luego implantó en su Instituto, los aprendió de aquellas beneméritas religiosas.
[5. El Padre Torres en Roma]
La reputación científica y la fama de los extraordinarios méritos del P. Torres había llegado hasta la capital del Orbe católico, y al anunciarse la celebración del Concilio Vaticano, se supo en Sevilla con general satisfacción que Su Santidad Pio IX lo había nombrado Consultor Pontificio de aquella augusta Asamblea, en cuya consecuencia hubo de acompañar en su viaje a Roma, entre los demás consultores, al Emmo. Cardenal Arzobispo de Sevilla, Sr. D. Luis de la Lastra y Cuesta .
Seis comisiones fueron designadas por el Papa para el estudio de las materias que habían de presentarse al examen y deliberación del Concilio; cada una era presidida por un Cardenal, y la reunión de todos los presidentes constituía la Comisión Directiva. Para formar las comisiones se procuró elegir con el carácter de consultores a verdaderas eminencias científicas de universal reputación, como convenía a la gravedad de las materias que habían de tratarse.
Así, en la crónica de dicho Concilio, publicada en el Boletín de esta Diócesis en su número 17 de diciembre de 1869, figuran nombres tan ilustres como los de Perrone, Franzelini, Lucidi, Hettinger, De Angelis, Tarquini, Hergenrother, Simeoni, Jacobini, Gay, Alzog y otros personajes de primera fila en el mundo del saber. Al lado de estas eminencias extranjeras figuraban los nombres de cuatro presbíteros muy conocidos del clero sevillano. Guisasola, Arcipreste de nuestra Catedral, y más tarde Arzobispo de Santiago; Campelo, profesor de Química en la universidad literaria; Ortiz Urruela, tan sabio como santo, y el Catedrático del Seminario Hispalense Sr. Torres Padilla, nombrado para la co¬misión de Disciplina Eclesiástica.
Este, al tener noticia del nombramiento, exclama con su profunda humildad: « ¿Cómo voy a ir yo a Roma, entre aquellos grandes teólogos, Obispos, Arzobispos, Cardenales de todo el mundo; yo que apenas se leer el Latín?
La misma humildad le hace expresarse en los siguientes términos en carta dirigida desde la Ciudad Eterna al P. José Pérez, Provincial de la Orden de Trinitarios: «Sr. D. José: ¡Qué teologazos! », ma¬nifestándose anonadado ante los Padres del Concilio. Y el que así se expresaba, intervino en la comisión presidida por el Cardenal Caterini, la que celebró mayor número de sesiones, desplegando una actividad asombrosa, en la cual tuvo una parte notable; según consta en las noticias que se recibían de Roma en aquellos días, unánimes todas en afirmar que el P. Torres no se daba punto de reposo, siempre encerrado entre libros y trabajando día y noche en su abrumadora y ardua labor.
Uno de los consultores presentó un documentado discurso que aclaraba muchas dudas; y después de examinado, pareció a todos que podía ya mandarse al Padre Santo. El P. Torres, con su acostumbrada modestia, pero con singular aplomo, indicó unos puntos que debían aclararse más. Los consultores dijeron: «Padre Torres; no sea V. tan escrupuloso.» Nuestro Padre calló mansamente; pero Su Santidad devolvió el trabajo pidiendo aclaración de aquellos mismos puntos, lo que hizo subir la admiración y estima del Padre Torres entre todos los miembros del Concilio.
«En aquella Roma eclesiástica, donde nada ni nadie llama fácilmente la atención en ciencia y en virtudes, porque allí está el foco de la luz y el hogar doméstico de los santos, escribió más tarde el ilustre Sr. D. Cayetano Fernández, Torres Padilla fue distinguido y estimado de muchos Cardenales y del mismo Santo Pontífice Pió IX, por su saber, laboriosidad y edificante vida» .
[6. Su vuelta al mundo]
[Angelita abandona el noviciado de las Hijas de la Caridad]
La sacrílega invasión de Roma por las tropas piamontesas el 20 de septiembre de 1870, obligó a Su Santidad a suspender el Concilio por su Bula de 20 de octubre del mismo año, y el P. Torres vuelve a Sevilla, en compañía del Cardenal la Lastra y demás ilustres sevillanos que en él tomaron parte.
Con esta ausencia del P. Torres, motivada por su viaje a Roma con ocasión del Concilio, coincidió la salida de la joven Ángela del Noviciado de Hermanas de la Caridad, y esta circunstancia hacía doblemente dolorosa su situación, por no contar con la luz y fortaleza que siempre hallaba en los consejos de su prudente y santo director.
Sobrepúsose resignadamente a su dolor y volvió a la vida de familia, donde encontró nuevamente el cariño de su madre y hermanos, gozosísimos de que Dios les de-volviera a su amada Angelita. Desviviéronse por cuidarla; y de momento fueron inútiles los desvelos maternales para atajar la persistente enfermedad que de día en día la debilitaba.
Pero nuestro Señor, que había dispuesto aquella prueba para la mejor realización de sus altos designios, hizo que recobrase la salud sencillamente, sin auxilio de médico, medicinas, ni algún otro recurso humano: Aquellos tenaces vómitos desaparecieron de pronto, rete¬niendo por primera vez su estómago unas friturillas de bacalao envuelto en masa, que aquí llaman «soldados de Pavía» y que a su madre se le ocurrió comprarle en un puesto de masa frita que había por aquel entonces junto a la iglesia de Santa Catalina .
Desaparecidos los síntomas y al mismo tiempo la enfermedad, llenáronse todos de alegría, y la misma Ángela quedó muy tranquila, viendo en ello una prueba manifiesta de que no era voluntad de Dios su continuación como religiosa entre las Hijas de la Caridad.
[De nuevo en el taller de doña Antonia Maldonado]
Luego que se encontró repuesta volvió a su antiguo taller, donde fue recibida por su maestra y compañeras con evidentes muestras de entusiasmo. Y ordenó su vida a la manera que antes: repartiendo las horas entre el trabajo del taller, la oración y demás ejercicios piadosos, y las obras de caridad y celo.
Pero nada podía satisfacer su alma, ni distraerla de sus profundos e indefinibles pensamientos. Inmediatamente que tuvo noticia de la llegada a Sevilla del P. Torres, acudió a confesarse con él, siendo esta entrevista para ella, como un claro rayo de sol en día nebuloso. Contóle sus penas y temores, sus inquietudes y sus anhelos; manifestóle sus vivos deseos de aumentar más y más sus penitencias. Y el santo y prudente director que la recibió con su natural amor y dulzura, se llenó de gran consuelo al comprobar que nada había atrasado aquella alma en el bien, sino que andaba muy adelante en los caminos del Señor.
Dióle alguna libertad en su sed de penitencias, viendo en ello algo extraordinario y sobrenatural; deseos inspirados por el Divino Espíritu, que quería prepararla para elevados designios de su amor.
Mas, de momento, ni el P. Torres, ni la misma Ángela, sabían de modo concreto cuáles eran los amorosos planes de la divina Providencia.