BOSQUEJO BIOGRÁFICO
DE
SOR ÁNGELA DE LA CRUZ
Primera biografía
de Sor Ángela de la Cruz, escrita por
una de sus últimas novicias
CAPÍTULO I
[1] De la patria,
nacimiento y ambiente en que vio la luz la sierva de Dios.– [2] Una visita a la
casa donde nació Sor Ángela.
[1. De la patria,
nacimiento y ambiente en que vio la luz la sierva de Dios]
Dieciocho siglos habían desaparecido del escenario de la vida y se
aproximaba la mediación del orgulloso diez y nueve. Finalizaba el pacífico
pontificado de Su Santidad Gregorio XVI, predecesor del glorioso Pío IX, de
universal y feliz recordación; reinaba en España la reina Doña Isabel II.
Ocupaba la Silla episcopal de la Diócesis Hispalense el Eminentísimo Cardenal
Cienfuegos. El mundo todo se agitaba en la incesante y eterna lucha de
distintos y opuestos ideales.
Y fue en la incomparable Sevilla, patria de héroes y de santos, de
sabios y filósofos, de artistas y poetas famosos en el mundo entero, por la
fecundidad de sus concepciones, por la viveza de su fantasía, por la
originalidad de su genio. En Sevilla, cuyo elogio no intentamos hacer, por
estar sobrada y magistralmente cantado el poema de su rara hermosura y
estudiados los variados matices de la belleza encantadora que encierran todos
los aspectos de su exquisito espíritu; donde, a las siete horas de la tarde del
día treinta de enero, de mil ochocientos cuarenta y seis, vio la luz primera
una niña, cuyo humilde nacimiento estaba llamado a ser esclarecido en lo futuro
y a llenar con su nombre casi un siglo de esta bendita y privilegiada tierra de
María Santísima.
He aquí lo que se deduce de la «partida» que tenemos a la vista,
tomada del libro noveno de bautismos, de la antigua y extinguida parroquia de
Santa Lucia, al folio setenta y nueve:
Fueron sus padres José Guerrero Benítez, natural de Grazalema, y
Josefa González Fernández, nacida en Sevilla, los cuales habitaban la casita
número cinco de la llamada Plaza de Santa Lucía. Recibió las regeneradoras
aguas bautismales el día 2 de febrero, de manos de D. Miguel Mijares, teniente
Cura de la expresada parroquia; siendo padrinos D. Francisco Franco y Dña.
María Gómez, de la collación de San Pedro, de esta ciudad. Abuelos paternos,
Juan José Guerrero, de Grazalema, y Ángela Benítez, de Ubrique. Maternos, Antonio
González, del Arahal, y Juana Fernández, de Zafra. Impusieron a la neófita el
nombre de María de los Ángeles,
Martina, de la Santísima Trinidad».
No entendemos haber nada de extraordinario en la elección de los
nombres que a la niña pusieron. Parece natural que los primeros obedeciesen a
llamarse Ángela su abuela paterna y celebrar la Iglesia el día de su nacimiento
la festividad de Santa Martina, virgen y mártir; en cuanto al tercero, «de la
Santísima Trinidad», es frecuente en muchos párrocos imponerlo a todos los que
bautizan.
Pero sí podemos afirmar que, con las extraordinarias luces que el
Señor concedió a la angelical niña, desde sus primeros años, acerca de la vida
sobrenatural, penetrose ella del fin que la Iglesia persigue al imponer a los
bautizados nombres de los misterios divinos, o advocaciones de la Santísima
Virgen y los Santos.
[Sus devociones]
En efecto, fue ternísimo el cariño que profesaba a la bendita
Madre de Dios, a la cual llamó siempre «nuestra Santísima Madre».
Su vida fue la de un ángel de caridad, haciendo con sus prójimos
los oficios que los espíritus bienaventurados en el cielo; oficios que después
explicará magistralmente a sus hijas en la carta del año mil novecientos diez y
ocho, exhortándolas a ser «ángeles humanos» bajo su humilde hábito de Hermanas
de la Cruz.
Objeto de especial devoción fue para ella también la virgencita
Santa Martina, esforzándose en imitar sus virtudes, y obsequiándola cada año
con cultos particulares, que posteriormente por corresponder a la fecha de su
nacimiento, han sido tan solemnes y extraordinarios en el Instituto, que más de
una vez hablaremos de ellos en el curso de nuestra historia.
Por último, el misterio de la Santísima Trinidad, del cual hablaba
con una sencillez, pero al mismo tiempo con una luz, aplomo y naturalidad como
si hubiera hecho estudios teológicos, constituía el fundamento de su
inquebrantable y robusta fe, innumerables veces expresada en las palabras:
«Creo en Dios Padre, en Dios Hijo y en Dios Espíritu Santo». Y en obsequio sin
duda del misterio básico de nuestra Religión, acostumbraba a santiguarse tres
veces con gran reverencia al despedirse de Nuestro Señor en el Oratorio cada
noche, y tomaba otras tantas, agua bendita en la pilita del dormitorio, antes
de entregarse al descanso. Podemos afirmar que supo corresponder al honor que
recibiera al ostentar estos nombres, honrándolos a su vez con una vida
cristiana tan perfecta, que cristalizó en la más encumbrada
[Sevilla, su suelo
patrio]
Algo análogo diremos de la tierra que la vio nacer. Sevilla le dio
el abolengo de su ilustre historia, de sus hombres eminentes en todas las
manifestaciones de la vida y el saber; de su privilegiada hermosura, de su
dulce y suave clima, de su incomparable y luminoso cielo azul.
Mas ella correspondió a estos honores que de Sevilla recibiera,
dedicándole un lugar preferente en los afectos de su noble y generoso corazón;
agregando a su limpio historial el nombre de uno de los mayores prestigios de
los tiempos modernos, y legándole en sus hijas un Instituto —timbre de gloria—
que consolara todas sus penas, aliviara todas sus miserias, endulzara con la
suave sonrisa de su ardiente caridad todos sus grandes dolores, y pusiera claridades
de cielo en las oscuridades que nublan las torturadas conciencias de los pobres
y enfermos, desheredados de las comodidades de la tierra: faltos de cariño, de
pan, de abrigo, de hogar.
[2. Una visita a la casa
donde nació Sor Ángela]
Con el alma presa de dulce emoción, hemos visitado la feliz casita
donde la Santa Madre naciera.
En la antigua y desigual plaza de empedrado suelo algún que otro
trozo, en que unas grandes losas de piedra gris quieren semejar acera; entre
edificios que, aunque modestos, todos han sufrido reformas y doblado sus pisos;
ella sola permanece intacta, conservando sobre la puerta de entrada el mismo
número cinco que ostentara hace un siglo.
Tiene solo planta baja, pero para la familia humilde modesta que
la habitaba resultaría cómoda y bastante capaz. Por un escalón de, próximamente
dos decímetros de altura, se baja al zaguán, que al lado izquierdo de la pare
frontera a la puerta tiene un hueco, cuya parte superior remata en arco de
circunferencia simétricamente colocado. Cierra hoy el hueco sencilla cancela de
hierro, mas en aquel tiempo hacía este oficio el clásico portón, que velaba el
interior de las viviendas.
Pasamos a un patio enladrillado y rectangular, de casi doble longitud
de anchura, con cuatro corredorcillos tejados, que permiten el paso sin mojarse
en tiempo de lluvia, y aminoran el área de iluminación, amortiguando un poco la
cegadora luz del verano. A ellos abren las puertas de las seis habitaciones que
constituyen la vivienda.
A mano derecha y en primer término, se encuentra la habitación
donde nació nuestra heroína. Es relativamente espaciosa, con uno de sus ángulos
convexo, que le resta tamaño e igualdad, y una ventana rectangular por donde
recibe la luz y ventilación de la plaza. Aquí —nos decíamos— pasó la mayor
parte de sus años primeros; desde aquí oiría las campanitas de la parroquia que
tan dulce eco despertaban en su alma; aquí durmió sus primeros sueños de
inocencia y empezó a concederle Nuestro Señor aquella primeras gracias y dones
que la pequeñuela tan bien supo aprovechar.
Seguimos nuestra interesante inspección. Las demás habitaciones
son todas casi cuadradas, abren su puerta y una pequeña ventana al patio; tres
de ellas en la misma ala derecha y una al frente; la del rincón no tiene
ventana, recibiendo la iluminación por un tragaluz que da a la azotea.
En el lado izquierdo, a partir de la cancela, hay otra habitación,
análoga a las ya descritas: un cuartillo pequeño para desahogo, sin luz
directa, y la cocina. En esta, al frente izquierdo, está el poyo con dos
hornillas bajo la campana de la chimenea que, según la hipótesis más probable,
utilizaría la familia; pues otros poyos y hornillas que hoy existen parecen
construidos después, para comodidad de los diversos vecinos que han habitado la
casa.
Un pozo con brocal de ladrillos que estaba frente a la chimenea,
nos dijeron que lo habían tapado, por haberse echado a perder el agua, a causa
de unas cañerías que desaguaban en él. Entre la cocina y un pequeño corral, dos
pilas muy bajitas forman el lavadero, recibiendo de lleno la luz, pero sin
salir fuera de techado.
Por una derruida escalera de ladrillos, construida en el corral,
subimos a la pequeña azotea, que pisa sobre las habitaciones fronteras a la
calle y alegra una baranda de hierro, que permite verla toda desde el patio.
Hemos evocado la visión de la niña modesta y trabajadora; nos la
figurábamos tomando parte en escenas familiares; atravesando los
corredorcillos, afanada en la cocina, lavando en las pequeñas pilas, subiendo
la escalerilla para tender ropa en la azotea, o cuidar sus macetas y sus
flores, como buena sevillana.
Aquí, se nos antojaba absorta en dulces meditaciones: contemplando
la hermosura del cielo, azul unas veces, y fuertemente luminoso bajo el sol de
mediodía; suavemente encendido otras, con los arreboles de las nostálgicas
tardes otoñales; ahora iluminado con la alegre claridad de las mañanas
abrileñas; luego quieto y silencioso, cuajado de estrellas… ¡Qué alto hablarían
a su alma aquellas bellezas naturales! ¡Con qué misteriosa emoción miraría los
atractivos perfiles de su parroquia, que desde allí se divisaba, anhelante de
arrodillarse a los pies de la Santísima Virgen, de rezar ante el Sagrario!
Interrumpimos nuestras divagaciones y salimos a la calle con el
firme propósito de hacer la descripción de la casita. Porque, siendo probable
que, por determinadas circunstancias haya de sufrir reformas, nos place
consignar la actual distribución, en un todo igual a los tiempos en que sirvió
de habitación a la Santa Madre.
Pero, antes de alejarnos de aquellos lugares, volvimos a remirar
la plaza y nuestros ojos buscaron ávidamente el edificio que hace un siglo
fuera la iglesia de Señora Santa Lucía.
La revolución, que al suprimirla convirtiéndola en finca privada,
hizo que andando el tiempo se destinase a almacén de maderas. Hoy —lo
consignamos con amarga pena— han instalado en ella un cine.
Nos alejamos con triste y honda impresión producida por el
contraste entre la vida cristiana, laboriosa y pacífica que en la casita acabábamos
de evocar, y la alocada agitación moderna, que entrañando el ansia de buscar
placeres y comodidades, como única finalidad de la vida, trata de extinguir los
últimos destellos de fe y espiritualidad en las clases humildes y trabajadoras.